La casa del lago


Lo que debía hacer ahora era iniciar las obras de la casa del lago. Ana la había recibido en herencia de su tío Marcos. Se la había dejado porque sabía que ella disfrutaba de la naturaleza y además siempre había querido tener una casita fuera de la ciudad. Ahí estaba, ahora era suya. La casa no estaba mal, pero le apetecía hacer algunos arreglos para dejarla a su gusto.  El lugar era fantástico, parecía mentira que todavía existiera un sitio así. Estaba muy cerca del diminuto pueblo y a dos pasos de la carretera principal. A pesar de no estar lejos de la civilización, cuando uno se acomodaba en el porche mirando al lago parecía que el mundo civilizado estuviera a leguas de distancia.

En el pueblo había quién no estaba de acuerdo con la decisión de Marcos. Él había comentado, en más de una ocasión, que la casa la dejaría al Ayuntamiento para que hiciera un centro de interpretación de la zona. Sin embargo, durante su enfermedad cambió de parecer. Cuando se lo dijo a Ana, a ésta le brillaron los ojos y acabó llorando de emoción. Marcos, satisfecho, murió a los pocos días dejando el testamento arreglado.

Ella había estado muchas veces allí y su tío tenía la certeza de que le estaba haciendo a su sobrina el regalo de su vida.

Durante el invierno, Ana había subido un par de veces a hablar con el albañil del pueblo para que empezara las obras en primavera. Siguiendo su plan, con el buen tiempo se trasladó al pueblo. En cuando llegó y, después de instalarse en la fonda, fue a hablar con Pepe, el albañil, éste le dijo que estaba dispuesto a empezar lo antes posible pero que había inspeccionado la casa y había más trabajo del que había pensado en un inicio.

Esa misma noche, durante la cena, la familia de la fonda, que conocían a Ana desde pequeña, le intentó convencer de que quizás no era tan buena idea quedarse con la casa. Ellos opinaban que sería mejor dejarla como estaba o venderla. Ahora habían construido unos pequeños apartamentos en el centro del pueblo y quizás, si hablaba con el alcalde, podía llegar a un acuerdo beneficioso para todos. No sabía a santo de qué ahora, y después de haber hablado del proyecto los meses anteriores, cada persona con la que se cruzaba intentaba sacarle de la cabeza su idea.

No hizo caso a nadie y a los pocos días Pepe y su cuadrilla estaban en plena actividad, tal y como habían quedado. Ella supervisaba las obras y disfrutaba de los  últimos días de una primavera preciosa que le daba los ánimos que los otros parecían no tener.

Al cabo de un mes la casa estaba ya lista y Ana se instaló inmediatamente y empezó a acondicionarla a su gusto; algunos muebles que ya había encargado acabaron por dar a la casa el ambiente que había soñado.

La primera noche que pasó en ella no pudo dormir y las siguientes tampoco fueron demasiado placenteras. Soñaba con su tío que le sonreía y le hacía gestos como de advertencia. No quería obsesionarse buscando el significado a unos sueños que no podían ser nada más que fruto de su estado emocional.

Los del pueblo le preguntaban con frecuencia cómo se encontraba en la casa e insistían si dormía bien.

Una noche mientras estaba en la cama, a Ana le pareció oír unos ruidos. Era como si alguien estuviera rascando la puerta de entrada, sin embargo, cuando por la mañana comprobó el estado de la madera, no vio nada que delatara los arañazos. A la noche siguiente consiguió dormir un poco mejor, aunque también soñó, sin embargo, esta vez no lo hizo con imágenes sino con sonidos que envolvían toda la casa, teniéndola a ella como centro de una especie de remolino.

La llegada de la noche le ponía en alerta y procuraba retrasar la hora de acostarse. Otro día a media noche se despertó sobresaltada, hoy sí que los ruidos eran innegables, efectivamente alguien estaba rascando la puerta. Se levantó e intentó mirar a través de los cristales de la ventana. No vio nada, la oscuridad más absoluta envolvía la casa y el lago, éste completamente en calma.

Empezó a elaborar un plan para cazar a aquel que pretendía asustarla. Era difícil hacerlo ella sola y, además, ahora sí, tenía miedo. Un miedo irracional que hacía que no pudiera disfrutar ni de su casa durante la noche, ni de su estancia en las montañas. Empezó a desconfiar de todos los que, hasta entonces, había considerado sus amigos.

Los del pueblo notaron su cambio. Estaba poco comunicativa, huraña, malhumorada y ellos no se atrevían a preguntar más, como mucho se le acercaban y le ponían un mano en el hombro a modo de consuelo.

Decidió telefonear a unos amigos, una pareja con los que mantenía una fuerte amistad, la suficiente para pedirles que subieran a pasar unos días con ella. Los necesitaba, les dijo.

Ese mismo fin de semana sus amigos se presentaron en la casa un tanto preocupados. Ana les explicó lo que estaba sucediendo y ellos de forma unánime opinaron que alguien del pueblo que le pretendía jugar una mala pasada.

Hicieron planes para esa misma noche. Harían guardia, se turnarían y en cuanto escucharan el ruido saldrían inmediatamente con palos y linternas. Era fácil y seguro que cazarían al culpable.

Efectivamente, como era de esperar, a las cuatro de la madrugara escucharon los ruidos y  sin perder un minuto, Ana y su amigo abrieron la puerta al instante, pero no vieron a nadie. Buscaron por los alrededores, lanzaron al aire unos gritos de advertencia que el silencio se los tragó al momento.

Esto mismo sucedió las siguientes noches. Desesperados decidieron hablar con los dueños de la fonda, que eran a los que tenían más confianza. Éstos, avergonzados por no haber hablado con claridad con Ana, les revelaron que desde tiempos inmemoriales se decía que, al estar la casa en línea recta con el cementerio, se hallaba expuesta a las visitas de algunos de los que ya no estaban. Su tío había hablado con ellos sobre el tema y también les había dicho que llegaba un día en que muertos y vivos se acostumbraban a la presencia de los otros y entonces la convivencia se hacía pacífica. Marcos les tranquilizó, no pasaba nada, dijo, a él le alegraban las visitas, sencillamente también ellos necesitaban un poco de compañía.

Los tres quedaron boquiabiertos con la explicación. No sé lo podían creer, era una declaración que, evidentemente, no les convenció. Así es que, durante las siguientes siete noches, continuaron con sus guardia y sus ataques sorpresa.

Lo más asombroso fue que después de una semana, los ruidos cesaron como por arte de magia y todos se tranquilizaron.

Los amigos de Ana volvieron a su  casa y  ella se quedó nuevamente sola. Nada, no volvió a escuchar nada o al menos su sueño era tan profundo que si alguien rasgaba la puerta ella no lo oía. No obstante, cada mañana al levantarse rozaba los rasguños de la puerta y aspiraba un aroma cálido que le producía bienestar. Miraba hacia el cementerio y se sentía en paz y el aire le susurraba palabras que jamás había oído, palabras que le llegaban desde su nuca hasta sus oídos como una caricia y que le llenaban de serenidad, le llenaban de ánimo, le llenaban de vida.

Y por las mañanas, todas las mañanas los perros siguieron acercándose al lago a beber.








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