El armario


Cuando se murió mi abuela, mi madre y mi tía me encargaron desmantelar la casa familiar. Mi abuela murió con 90 años, vivía sola y feliz. Su mundo en los últimos años se había reducido a la casa, una casa que había sido también la de sus padres. Mi bisabuela se había casado muy joven con un hombre, belga, 15 años mayor que ella. Armand Therry,  un hombre adinerado gracias a un negocio relacionado con el caucho.

Pero, sigamos con el encargo que me realizaron mi madre y mi tía. Si bien la casa había pasado por diversos cambios de mobiliario, todavía quedaban algunas piezas muy antiguas y que ahora debíamos desarmar. Yo fui la elegida ya que mi novio era restaurador de muebles a ratos libres y montador de armarios como profesión.

De entre todos los muebles, los de dimensiones más grandes eran una cama y un armario. Con la cama fue fácil, el armario era otra cosa…. Con cariño, Roger y yo misma fuimos desarmando poco a poco todas las piezas. Y lo sorprendente fue encontrarnos en el fondo de uno de los cajones, envueltos en papel de seda de varias capas, unos moldes de barro con una misteriosa forma impresa. Después de observarlas con mucho cuidado conseguimos leer “Le Congo Belge, 1906”

Esa misma noche telefoneé a mi madre para comentarle nuestro descubrimiento. Ella efectivamente me confirmó que el negocio que había hecho rico a su abuelo había sido la explotación del caucho en el Congo, por entonces, belga. Sin embargo, no supo explicarme más detalles ya que los desconocía.
A nosotros nos picó la curiosidad y decidimos dividirnos el trabajo, Roger se ocuparía de hablar con un amigo suyo historiador para averiguar todo aquello relacionado con el Congo a principios de siglo y yo de investigar entre los papeles que mi tía había rescatado, antes de que apareciéramos nosotros para hacernos cargos de los muebles, relacionados con la familia.

El día que le dije a mi tía que quería indagar sobre la historia familiar, buscar algún rastro que me ayudara entre las fotografías que guardaba, no me puso inconveniente,  pero me dejó claro que no contara con ella para nada más; a ella no le interesaba lo que había hecho su abuelo a quien recordaba muy poco. Murió ya muy mayor cuando ellas eran pequeñas y por lo que les explicó su madre, los últimos 20 años el “belga” los pasó encerrado en su despacho, leyendo papeles antiguos, organizando las pocas fotografías que guardaba del Congo y deprimiéndose cada día un poco más hasta que dejó de hablar. Murió en silencio y con la mirada fija en el armario de su habitación.

La historia del Congo fue fácil de comprender. El papel del Rey Leopoldo II, coetáneo de mi bisabuelo, también. Lo siguiente era, ¿qué había hecho mi bisabuelo? ¿Había participado en las atrocidades que habíamos leído al respecto?

Buscando y rebuscando di con unos diarios escritos a mano por “el belga”. Afortunadamente el francés fue siempre la lengua utilizada en mi familia ¡!! Sin embargo, enseguida me di cuenta de que el belga escribía como si quisiera encriptar los  mensajes. No era un diario al uso. Encontré varias libretas, cada una de ellas abarcaba un año de vida en el Congo, desde el 1888 al 1908. Digamos que los primeros años escribía únicamente de la organización del trabajo que estaba realizando y de las personas que va conociendo. El cuaderno del 1894 es determinante, parece que ha ganado suficiente dinero como para invertir y convertirse en socio de un inglés colaborador del Rey Leopoldo. A partir de este año es difícil seguir el hilo de sus pensamientos, además de cuestiones prácticas y económicas de vez en cuando introduce alguna frase como queriendo disculparse, sin especificar de qué. Me costó avanzar por la senda del recuerdo de un hombre que con el paso de los años parecía vivir en un mundo esquizofrénico. El dinero le interesaba, pero había algo que no le dejaba descansar porque con frecuencia hablaba de que seguía sin dormir y que siempre, siempre le dolían las manos. Le pregunté a mi tía si alguna vez su madre había hecho referencia a alguna enfermedad del “belga” relacionado con los huesos, reuma, artrosis prematura... No recordaba ninguna enfermedad, ya que, según le explicó su madre, cuando se acabaron los negocios en el Congo, el “belga” había trabajado con normalidad en el negocio del automóvil y además se había aficionado en el cultivo de los bonsáis y eso hace suponer que no tenía ningún problema en las manos.

Poco a poco los diarios se van haciendo más personales. A partir del año 1897 ya sólo habla de lo que ve en el Congo, de sus paisajes, de su riqueza y un día, sorprendentemente, de sus sirvientes. Es la primera vez que nombra a una persona del país; hasta el momento sólo hablaba de los otros blancos, de sus compatriotas, de sus colaboradores, de sus trabajadores blancos.

Y luego empieza a hablar de las mujeres y hombres, de la suerte que tienen de que ellos se hubieran hecho cargo del país, de que estuvieran allí. Sin embargo cuando así habla parece que no sea él quien escriba, parece que sea una crónica copiada de algún periódico de la época.

En el cuaderno de 1902 relata con emoción que se ha casado. Su vida ahora tiene que cambiar, no puede estar siempre en el Congo y parece que así fue porque en los siguientes escritos habla de que se ha establecido en Cataluña, de que quiere dejar el Congo y montar una fábrica de recambios de automóviles en un pueblo cerca de Barcelona.

Paralelamente Roger me informaba de la Historia con mayúsculas del Congo y también la otra historia, la escondida, la olvidada y a mí, la lectura de los diarios, me angustiaba cada día más: sabía lo que buscaba pero no quería saberlo, me aterrorizaba pensar en lo que me encontraría.

Pero llegó, llegó con la lectura del diario del año 1904. De pronto el Belga empezó a escribir sin tapujos. En las líneas que escribió corría la sangre ajena, corría la injusticia, corría el miedo y descubrí las cataratas de lágrimas que había retenido para sí. Ahí estaba todo, allí explicaba realmente lo que llevaba años ocurriendo en el Congo.

Por lo que parece el belga no pudo resistir  que a su cocinero, un hombre bueno, que había permanecido a su servicio más de 15 años le aplicaran el castigo más frecuente… efectivamente también a él le tocó…. Y sin que mi bisabuelo pudiera evitarlo le cortaron la mano derecha, simplemente porque un amigo importante del belga consideró que la comida que había preparado no estaba en buenas condiciones a propósito. Y lo peor fue que el cocinero se enfrentó al señor un segundo, ¡únicamente un segundo!. Eso bastó para que éste decidiera hacer pagar su atrevimiento al hijo del cocinero. A él también le cortó una mano.

Así de claro lo explica mi bisabuelo en su diario. Y a continuación se confiesa abiertamente, acepta que su dinero está manchado de sangre…. Que ahora no puede dejar de mirar los cuerpos mutilados de los congoleños.

Y finalmente encontré la respuesta al molde… esa era la prueba que había guardado tantos años, la prueba de que también él era cómplice. El único recuerdo del terror que permaneció en su casa durante años, la huella de la mano del hijo de su cocinero. Una mano pequeña, de una vida inocente, como la de tantos otros víctimas de la avaricia de muchos.

No he podido quedarme con el molde, lo he llevado al museo africano y también he dejado los diarios de mi bisabuelo. El daño no se puede reparar pero la historia sí se puede contar, a pesar de que tantos hubieran querido esconderla.





Comentarios

  1. Gracias por el relato: he viajado en el tiempo y en la historia. A seguir escribiendo!!!

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  2. Gracias Carmen por tu sobrecogedor relato. Me ha gustado mucho el transfondo historico y tu capacidad imaginativa. Saludos y sigue escribiendo!!!

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  3. La historia siempre se ha escrito con sangre

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  4. Hola guapa, veig que el comentari del relat que vaig fer ahir amb el mòbil no surt. Fer un homenatge al patiment dels pobles africans al llarg de la història, amb relats com el teu, són d'agraïr. Cal denunciar i sobre tot no oblidar.

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  5. Carmen, un relat àgil i entretingut. Molt interessant la història. Felicitats! I petons.

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  6. Terrible. Lo entiendo. Para introducirse en la época recomiendo, en "el corazón de las tinieblas". de Joseph Conrad.

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