La peluquería




-          Rosa, no saques las fotos del álbum. Si quieres mirarlas, bien, míralas, pero déjalas donde están.
-          Tía, si es que en el álbum no las veo bien. No te preocupes que luego las dejaré en su lugar. Dime una cosa ¿esta foto, cuándo fue?
-          A ver… sí, era el día de la inauguración de la peluquería. Mira que me costó trabajo conseguir que tus abuelos me ayudaran económicamente, pero al final, lo logré. Fue un día perfecto, todo en su sitio, todo perfectamente ordenado: los tintes, los cepillos y peines, los líquidos fijadores, en fin para que contarte…tenía una peluquería de ensueño y desde le primer día funcionó a las mil maravillas.
La gente del barrio, como me conocía desde niña, fue viniendo. Es verdad que muchas mujeres lo hacían por curiosidad; probaban y como era tan moderna, quedaban encantadas. Los primeros seis meses no paramos de trabajar. Yo, al principio, sólo tenía una chica para lavar el pelo, pero… creo que al segundo mes ya contraté a Manoli. Déjame esa foto, hija…, sí, la que está medio rota; mira, esta es la Manoli; ¡guapa la puñetera! y además, trabajaba a las mil maravillas.
-          ¿Quién hacía las fotos?
-          Pues tu abuelo, que después de todo estaba orgullosísimo de mí, y de vez en cuando se pasaba y nos hacía fotos.
-          Pero si casi no hay.
-          Se habrán perdido. Busca un poco, seguro que encuentras alguna más.
-          Dime, tía ¿por qué casi nunca hablas de la peluquería? ¿Por qué la cerraste? Recuerdo que de pequeña siempre oía el mismo comentario: “mira que tuviste mala suerte, Rosalía” y luego la abuela, suspiraba.
-          Cosas de viejos, ¡a mí que me cuentas! Que quieres hija…son cosas que pasan y no siempre apetece recordarlas.
-          Sí, mira, aquí he encontrado tres fotos más.
-          Estas dos son de un sábado que no paramos de trabajar y el abuelo, dale que te pego con las fotos ¿no ves que no le hacíamos ni caso? ¡Sólo las clientas parecían divertirse con la fama! Bueno… y es que fue todo tan extraño…Todo empezó el día que una clienta, una señorona, vino a teñirse y yo, pues hice lo de siempre, pero lo que pasó después… ¡ay me pongo mala sólo de recordarlo! Al peinarla se me quedó la cabellera en las manos, imagínatelo, ¡qué desastre! Yo creí morir, no sabía que hacer. Cerré y fui con la señora corriendo al médico. Según dijo el dermatólogo, no podía ser otra cosa que unos líquidos en mal estado. Ese mismo día telefoneé a los que me los habían vendido y nadie sabía darme una explicación, pero era buena gente, así que al día siguiente vinieron y me cambiaron todos los tintes. Yo seguí, pero siempre con el miedo en el cuerpo. Cada vez, y eran muchas, que debía teñir me ponía enferma; entonces Manoli se ofreció para hacerlo ella. Pues bueno, que no sé cómo, pero a partir de ese día, ella parecía la dueña. Y yo, tonta que era, la dejaba hacer.
-          Pero entonces, la peluquería seguía funcionando ¿no?
-          Sí, claro, otro día que estaba yo peinando a una señora, el secador me explotó en las manos y la pobre mujer casi se muere del susto y yo, ni te cuento, otra vez se me metió el miedo en el cuerpo. Yo no entendía nada, porque, además, no era sólo eso… cada día, cuando entraba en el local, me encontraba con que todo estaba en desorden, me pasaba una hora poniendo las cosas en su sitio. Empecé a pensar, hasta que un día lo vi claro. Eran los enanitos.
-          ¿Los enanitos?
-          Sí, hija. Habían entrado, no sé como, pero seguro que se habían instalado el día antes del percance con los tintes. Durante el día, mientras trabajábamos, yo estaba al acecho, vigilaba continuamente y claro, ellos no se atrevían a salir. Con disimulo cada vez que cogía un producto miraba, sí, miraba por todos los rincones porque notaba su presencia, a veces incluso oía sus risas, se reían de mí, se divertían a mi costa. La Manoli los conocía, es más, seguro que fue ella la que los trajo porque, mientras yo lo inspeccionaba todo, ella me miraba con extrañeza, pero yo sé que en realidad lo que hacía era asegurarse de que no los encontraba. Además, ella, cada día más amable conmigo y con las clientas, me decía: “Qué le ocurre, Sra. Rosalía? descanse un poco que yo ya me ocupo… ¡Y tanto que se ocupaba!
-          Pero, tú seguiste trabajando ¿no?
-          Sí, seguí todavía algunos meses, pero fue como un infierno. Llegó un día en que decidí que la única solución era quedarme a dormir en la peluquería. En cuanto cerraba yo me quedaba dentro, intentaba mantener los ojos abiertos, pero siempre acababa rendida y entonces… ellos salían y jugaban con mis cosas y al despertarme, otra vez todo en desorden. Más tarde caí enferma, yo no me acuerdo mucho de lo que pasó después. Tus abuelos me ingresaron en un hospital y cuando salí, habían traspasado la peluquería y claro, ya puedes imaginarte quien se la había quedado.
-          La Manoli ¿no?
-          Claro. Se salió con la suya, hija.
-          Tía y el resto de las fotos, ¿no decías que el abuelo hacía muchas?
-          Sí, sí. Pero tuve que romperlas. Si las hubiera conservado, los enanitos se habrían escondido en ellas y entonces los tendría instalados aquí, en casa.



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