Beatriz




Por fin tenía la casa de mis sueños. Llevaba tantos años ansiando vivir en un lugar como ese que, la primera noche allí, me desperté varias veces por la emoción y cuando recordaba donde me hallaba, inmediatamente me volvía a dormir cubierto por el deseo realizado. A la mañana siguiente, recorrí las habitaciones intentando hacerlas mías lo más rápido posible, también paseé largamente por el jardín con el café en la mano. A primera hora de la tarde me asomé a una de las ventanas que dan a la ermita y… no podía creer lo que veía: una anciana medio encorvada arrastraba un carrito, se movía ágilmente, rodeada de unos quince gatos con las colas levantadas que daban pequeños saltos a su alrededor. Todo era tan extraño... parecía como si el mundo fuera sólo de ellos. La mujer, de vez en cuando, se paraba y depositaba un puñado de comida en el suelo. Se giró buscando a los felinos rezagados, y yo no supe reconocer, si era o no Beatriz. La sorpresa me paralizó; me aparté ligeramente de la ventana hasta que la figura desapareció detrás de la ermita.

Hace 30 años, siendo yo un adolescente de 16, mi padre llegó un día a casa acompañado de una mujer bellísima; su nueva secretaria, nos dijo. Tanto a mi madre como a mí nos produjo, desde el primer instante, una impresión muy favorable, aunque por distintos motivos. Mi madre conocía ya su currículum, que le venía a mi progenitor como anillo al dedo; a mí, me atravesó el corazón. Mi padre era, por aquel entonces, un reconocido escritor y tenía entre manos una complicada novela histórica sobre la época de Felipe II. Debía documentarse, según su costumbre, sobre los más mínimos detalles y no quería demorarse eternamente en la búsqueda. Como es de suponer, Beatriz no sólo era secretaria; también, historiadora. Con una facilidad asombrosa pasó a formar parte de nuestra familia y lo hizo con la maestría que envolvía todo en su vida.

Cuatro años vivió con nosotros y yo crecí a su lado, adquiriendo el gusto por el estudio de la historia; al principio, con la intención de estar más cerca de ella y luego, arrebatado por el devenir del mundo pasado, mientras el mío corría hacia el futuro, siempre a la sombra de Beatriz. Cuando se marchó de nuestra casa, seguimos en contacto ya que, aunque con intermitencias, siguió colaborando con mi padre.

Yo ingresé en la Universidad, en la Facultad de Geografía e Historia y siempre tuve en Beatriz a una consejera y a una conversadora exquisita. Al terminar la carrera, empecé a trabajar como profesor y, en mis ratos libres, escribía proyectos de novelas. A los 26 años me declaré a Beatriz. Ella no supo encajar mi amor y desapareció. A mis padres, les prometió que les haría llegar noticias del lugar en el que se estableciera. Pasaron algunos meses hasta que así lo hizo. Yo, sumido en la más profunda tristeza desde su partida, reviví al conocer sus señas y de inmediato me desplacé a Santiago de Compostela. No podré olvidar el día en que la vi aparecer en el café de la plaza del Obradoiro. Allí, lejos de todo lo que nos había unido, le rogué que durmiera conmigo, aunque fuera únicamente una noche. Ella accedió, haciéndome prometer que al día siguiente desaparecería de su vida. Es probable que supiera mejor que yo que el tiempo es un aliado del olvido y que en mi vida aparecerían otras mujeres; pero lo que nunca imaginó, fue que ninguna de ellas hizo que dejara de recordarla.

Los años siguieron y yo cumplí mi promesa: renuncié a mi amor por pura estupidez, ya que no encuentro otra forma de calificarlo. Al cumplir los treinta y siete años, publiqué mi primera novela, como era de suponer, dedicada a ella. Le envié un ejemplar. Seguía viviendo en la misma ciudad, mis padres habían ido a visitarla en varias ocasiones y por ellos sabíamos de nuestra mutua trayectoria. Junto al libro le envié una carta en la que, con un tono disimuladamente frío, le decía que debía ir a Santiago para la presentación de la novela y que esperaba verla.

Era verano y Santiago relucía de tal forma que pensé que aquello era una premonición positiva para nuestro encuentro, pero no fue así. Beatriz se comportó muy amablemente conmigo, me explicó que desde hacía algunos meses vivía en una pequeña casa cerca del Monte do Gozo y que, junto con otras personas, se dedicaba en cuerpo y alma, me puntualizó, a atender a los peregrinos del Camino de Santiago. Por lo que deduje de sus explicaciones un tanto entrecortadas, muy alejadas del estilo que la había distinguido, se pasaba el año yendo de un albergue a otro y solamente durante periodos muy cortos vivía en su casa. El hecho de haberla encontrado allí había sido pura casualidad. No me dejó ni una pequeña grieta por donde meterme. No tuve opción. No hubo recuerdos, ni la más mínima caricia fraternal, nada, ni siquiera mi libro pareció interesarle.

Aquello fue determinante para mí, otra vez me alejé de ella con la convicción de que sería para siempre más. Yo era diferente. Ella también.

Al poco tiempo me casé y tuve dos gemelas adorables, pero que no evitaron que me divorciara al cabo de diez años. Fue a raíz de eso que decidí volver sobre mis pasos en busca de mi sueño. Entonces me cubrí con el atuendo de peregrino e inicié la, ya por entonces muy trillada, peregrinación a la ciudad del santo. Busqué a Beatriz por todos los lugares sin encontrarla y volví a casa, esta vez convencido de que había desaparecido definitivamente de mi vida. Tampoco mis padres supieron más de ella. Nunca más.

Los años pasaron velozmente, los míos jugando con las letras, los de ella, supuse, perdidos por los caminos. Aquel día al verla delante de mi casa el corazón me dio un vuelco, ¿volvería mañana con sus gatos mañana, me pregunté?

Cada día a la misma hora Beatriz aparecía con su carro y sus perseguidores. Yo no me atrevía a salir a su encuentro, sin embargo, me moría de ganas por hacerlo.

Después de dos semanas de verla diariamente, decidí plantarme delante de la puerta de mi casa, y cuando pasó por ahí, la llamé por su nombre. Ella, con los ojos perdidos, me miró pareciendo buscar mi cara entre sus recuerdos, y por como reaccionó, supe que no había encontrado nada. A pesar de ello, la invité a pasar. No me contestó.  Siguió con sus gatos y, cuando terminó con lo que se suponía que era su dedicación, entró conmigo hasta la cocina. Sin hablar. Yo la miraba y me parecía increíble: su cara, repleta de arrugas; su pelo, olvidado en una cola minúscula; sus manos, haciendo dibujos en el aire, pero ni una palabra, no conseguí oír su voz. Durante meses se repitió la misma escena y un día, cuando yo ya había abandonado la esperanza de escuchar nuevamente sus palabras, me habló de sus gatos peregrinos, así los llamó, -Buscan al Santo- me dijo –yo les hago más fácil el camino- Asentí -te voy a ayudar Beatriz, por favor, quédate aquí conmigo, tendrás lo que quieras para ellos y desde aquí podrás seguir guiando a los caminantes-

Hace ya tres años que vivimos juntos, para ella soy como un ángel, así me lo repite. Su orden parece restablecido. El día lo distribuye con una organización matemática. A mí me dedica las horas de las comidas; entonces me habla de historia, de fábulas, de quimeras. Durante esas horas, lo ojos se le iluminan para construir un universo, en el que se mezcla lo real con lo fantástico. Yo apenas hablo; escucho. Después, cuando estoy sólo, utilizo sus narraciones para mis libros, mis manos vuelan entremezclando sus palabras con las mías.

Desde su llegada he alumbrado dos nuevas novelas, -diferentes a las anteriores –han dicho los críticos. Me tentó añadir su nombre al mío, pero pensé que si así lo hiciera, Beatriz dejaría de vivir tranquila, así pues, únicamente se los dedico y agradezco.

Mi vida ahora es la de ella, vivir a su lado me ha proporcionado finalmente la tranquilidad que nunca había alcanzado. Algunas noches la oigo maullar dulcemente, otras la oigo llorar amargamente.

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