Mañana empiezo a sentir


Mañana empiezo a sentir. Este fue el título que finalmente escogimos para la película, aunque yo tenía muchas dudas al respecto porque intuía que los espectadores, con este título, esperarían una película sentimental, metafísica, cualquier cosa menos una cinta de humor como la que habíamos finalizado.

El día del estreno, la directora, yo, había decidido quedarme en la última fila de la sala. De hecho, me planteaba salir corriendo según fuera la reacción del “respetable”.  Os anticipo que fue un día memorable. A los pocos minutos de abrir la puerta de acceso al cine, casi adelanto mi intención de salir corriendo. La gente iba llegando mojada hasta los tuétanos. Fuera llovía a cántaros y ni los mejores paraguas habían conseguido proteger al público. Empezamos bien, me dije; los espectadores entraban malhumorados, dejaban los paraguas fuera de la sala y pasaban por mi lado como si yo no fuera más que un mueble afortunado que se había salvado de la tormenta. Nadie me reconoció, normal, teniendo en cuenta que todos estaban preocupados por sacarse de encima el agua que les chorreaba por la ropa.

A pesar de las inclemencias del tiempo, el cine estaba a rebosar. Las influencias de los productores habían dado sus frutos. La platea parecía una jaula de pollos remojados y con este panorama empezó la presentación. El encargado de hacer una breve introducción, reclamó mi presencia, tal y como habíamos acordado, y yo, desde la última fila, tuve que recorrer el pasillo salpicado de gotas en toda su longitud. Yo llevaba mis mejores galas y, como no, unos zapatos con tacón de palmo. Casi me la pego, pero tuve suerte porque evité ir por los suelos al agarrarme al peluquín de un tío calvo que, por salvarse él o su vergüenza, me cogió del brazo y consiguió evitarme el ridículo. Mis palabras fueron pocas, las justas. Además, al contrario de todas las recomendaciones, no miré a nadie, mi vista iba del techo al suelo y conseguí acabar pronto con el discurso obligatorio. Y de allí directa a la última fila, aunque uno de los productores casi me deja sin brazo intentando sentarme a su lado, en la primera fila. Ni hablar, quédate con mi brazo le dije, pero yo me voy.

Cuando llevábamos diez minutos con las luces apagadas, empezó el show. Achisssss, aaaa chisssss, el concierto parecía hacer la competencia a lo que se estaba visionando. ¿Dónde estaba el humor?  -me pregunté, no había nada que me hiciera gracia. Esto era lo que había dirigido, pues vaya…

La cinta, ajena a todo lo que ocurría, seguía avanzando y de repente, justo cuando se estaba desarrollando una escena cómica que estaba dando sus frutos…, el estruendo de un trueno superó varias puertas hasta colarse dentro de la sala, dejando a la mitad de los espectadores con la sonrisa en los labios y al resto, con el grito en el cuello. Mi evento había desatado todas las furias; los dioses del olimpo griego se estaban poniendo en marcha para boicotear mi película. Y más y más, los truenos resonaban en la sala haciendo enmudecer a los protagonistas de la pantalla.

Yo no me lo podía creer, precisamente en el argumento del film, la mitología griega era escarnecida intentando provocar las risas más fáciles y ahora eran ellos los que se me presentaban a decirme que estaba equivocada; ellos no eran motivo de risas, ellos podían ser los verdaderos protagonistas si se lo proponían. Y así fue, la puerta de la sala se abrió por un golpe de aire despeinando las tristes cabelleras de los asistentes al evento y, como si eso no fuera suficiente, arrebatando la ropa de los que habían osado aligerarse tratando de evitar un resfriado. Mientras algunos voluntarios intentaban cerrar la puerta de acceso al patio de butacas, empezaron a caer chorros de agua del techo que se repartían equitativamente por toda la sala y claro, como no hay dos sin tres, a uno de los guionistas, que estaba en medio del fregado, se le ocurrió repartir unos tristes vasos de plástico con lo que fue encontrando en el bar del establecimiento: vodka, ginebra, ron, whisky, orujo. Así estábamos; agua, viento y ahora, lo que faltaba… porque fue justamente el orujo gallego el que hizo surgir un efecto inmediato y allí, en la oscuridad, con los vasos en las manos, se empezaron a oír finalmente las carcajadas de la mayoría de los presentes. A todo esto, la película seguía su curso ajena a todo y a todos.

Yo no podía aguantar más y minutos antes de llegar al “the end” encendí las luces. Allí estaba el gran Caos, el dios griego por excelencia se había valido de los otros dioses y había organizado una buena… los espectadores bailaban medio desnudos bajo el agua mientras bebían y reían como locos.
Las críticas que se publicaron al día siguiente no tenían desperdicio. Ni yo misma conseguí entender lo que decían. También los periodistas habían participado de la fiesta y ni siquiera recordaban de qué iba la película, pero eso sí, recomendaban llenar las salas, si podía ser un día de lluvia….



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