Un reloj dentro del tronco


Mi abuelo me enseñó lo que significa el tiempo. Él era un privilegiado, según decía, porque de muy pequeño había entendido el tic-tac de la vida; de la humana y de la naturaleza. El tiempo, según él, era uno y eran miles, no se podía contar de la misma forma para cada ser. El abuelo era un gran observador, se podía pasar un día entero frente a un árbol y después de horas mirándolo, se levantaba, ponía la oreja en el tronco y a veces lloraba con él.

Yo le veía cómo, de pronto, después de horas inmóvil, iba hacia el árbol, lo acariciaba, poco a poco, como si tuviera miedo de hacerle daño y luego se fundía en un abrazo estremecedor con la oreja pegada a su corteza, luego, volvía a casa en silencio y con la mirada llena de luz.

Yo, durante los veranos que pasamos en su casa, aprendí mucho más de lo que podía imaginar en aquel momento.

Un año, cuando yo tenía 14, me atreví a preguntarle porque se acercaba de aquella forma a los árboles. Él, en lugar de darme una respuesta concisa, empezó a hablarme de como desde niño, veía en el aire y en cada ser las partículas del tiempo avanzando. Había aprendido que no se debía resistir al paso del tiempo, que éste no era algo ajeno a nosotros, que éramos nosotros mismos; que debíamos escucharlo y bailar a su son; que eso precisamente, ese baile era la esencia de la vida y que no había nada más hermoso que seguir su ritmo. Yo seguía con las dudas sobre su relación con los árboles y él me aclaró que, efectivamente, los árboles no eran mejores que otros elementos de la naturaleza, pero era más fácil estar junto a ellos.

Mi abuelo murió cuando yo tenía 20 años y mientras se despedía de cada uno de los miembros de la familia, movía la mano como si estuviera dirigiendo una orquesta, quizás jugaba con esas partículas que él tan bien conocía o quizás, simplemente, alejaba su tiempo para que volara libre. Inmediatamente después del entierro, decidí rendirle un homenaje y empecé a pensar cómo hacer para que al menos uno de los árboles del bosque pudiera escuchar el paso del tiempo.

Me tomó muchos meses hacer efectiva la idea que me había venido a la cabeza.

Intentando no dañar en absoluto al árbol elegido, empecé por vaciar una parte del tronco, resiguiendo los anillos de crecimiento para no apropiarme ni alterar su tiempo. Después con paciencia, aliada al tiempo…. fui encajando y montando todas las piezas del reloj; tuve dificultades para que el barrilete y sus dientes no se clavaran en el árbol. Así, con amor, con el recuerdo de las manos de mi abuelo acariciando los troncos y jugando con la unión de todos los tiempos, también el mío, claro está, fui dotando de un tic-tac audible al árbol escogido.

Y ahí está, aunque parezca mentira han pasado 20 años y el árbol sigue en su sitio, ajeno al tic-tac incrustado en su tronco y es gracias a él que me di cuenta de que, posiblemente, el comportamiento humano es muy semejante al de la naturaleza ya que tampoco nosotros solemos escuchar nuestro reloj, tampoco nosotros miramos el tiempo incrustado en nuestra piel, en nuestro cuerpo, para estar atentos a cómo va pasando, sin drama, sin temor, sencillamente al ritmo que nosotros mismos marcamos.

Yo, como mi abuelo, me he acostumbrado a observar la naturaleza, aunque nunca más me he atrevido a hacer experimentos. Sencillamente miro lo que me rodea y agradezco formar parte del mundo, sobre todo desde que un día decidí sacarme el reloj de la muñeca. Sólo me interesa escuchar mi tiempo, el que, ahora sí, reconozco en cada parte de mí.


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