Las canas
No peinaba las canas sola, no era la única en aquel recóndito lugar. Conocí
el pueblo en un viaje a ninguna parte, una escapada para alejarme del ruido de
la ciudad, de la atmósfera contaminada, de la prisa. Cogí el coche y me dejé
llevar por carreteras secundarias, carreteras que habían sido vías principales
y que ahora estaban en desuso. Como en desuso estaban los pueblos, pocos, que
iba pasando. Hasta que la carretera me llevó a un final, más allá no había
nada, la carretera se moría en el pequeño enclave entre montañas. Parecía un
sueño, para mí un sueño, para otros el destierro, la soledad, el olvido.
El cielo peinaba canas, dejaba que las nubes fueran diluyéndose sin prisa,
esperando la llegada de la noche. La señora Rosenda, más tarde supe su nombre,
salió de una casa y se acercó a mi coche, obsequiándome con una sonrisa, que
llevaba practicando una eternidad, para ofrecerme información o lo que
necesitara. Ella, estaba claro, pensaba que me había perdido. Al explicarle que
yo estaba encantada de encontrarme allí, no dudó un solo instante en ofrecerme
su casa para pasar la noche. En el pueblo no había ninguna posibilidad de
alojamiento.
Yo, acostumbrada a la vida en la ciudad, no podía evitar estar entusiasmada
al tiempo que extrañada de tanta amabilidad. Rosenda no le daba importancia en
absoluto. Ella estaba encantada con mi presencia.
Yo iba pasando de sueño a sueño, la casa de Rosenda era impoluta y cálida.
En el ambiente se respiraban los recuerdos de toda una vida. Allá donde se
posaban mis ojos, encontraba algo que podría ser el inicio de una historia.
Lo primero que hizo fue mostrarme la
que sería mi habitación y unos instantes más tarde ya me estaba llamando para
que me sentara a la mesa a compartir su cena.
Esa noche iniciamos miles de conversaciones, pero Rosenda se acostaba
pronto y me pidió que no me fuera muy temprano al día siguiente porque así
podría disfrutar de mi compañía. Era viernes por la noche, de hecho tenía todo
el fin de semana para ella, le dije. Y así, dicho y hecho, quedamos en que estaría
allí hasta el domingo.
A la mañana siguiente, Rosenda me despertó, como tenía que ser, con el olor
del café recién hecho. Ella no tenía nada mejor que hacer, me dijo, que pasearme
por todo el pueblo. Y así conocí a los 12 habitantes que seguían en pie,
guardando el pasado del lugar. Todos parecían tener la misma edad que mi
acogedora amiga o al menos eso parecía por su aspecto; todos peinaban canas y
lo digo textualmente, todos tenían los cabellos blancos y relucientes y parecía
que sostenían una extraña competición sobre quien lucía las canas más hermosas.
El sábado por la tarde, Rosenda me llevó a la peluquería, sí, sí, a una
peluquería real, bien equipada y allí uno tras otro los 12 fueron pasando para
lavarse el pelo unos a otros y luego darse lociones y cremas, según las
preferencias, hasta que salieron al cabo de unas horas fantásticamente peinados
y listos para encarar el día festivo.
Yo pedí utilizar la peluquería para estar a la misma altura que el resto de
los habitantes, pero claro, mi pelo seguía siendo castaño y sólo conseguí verme
algún que otro pelo blanco, pero muy escondidos todavía como para ser
evidentes. No te preocupes, me dijeron, ya te llegará, no tengas prisa.
Conversando con María, la amiga íntima de Rosenda, me dijo que pensara que
tenía tiempo, pero que tuviera cuidado porque cuando me llegaran las canas
tendría que tener ya muchas historias guardadas en mi corazón. Además, si me
llegaban las canas y no tenía nada que recordar, el nuevo tiempo se me haría
eterno.
Llegó el domingo y me sentí incapaz de volver a mi vida cotidiana. Llamé a
la oficina y les pedí que me adelantaran las vacaciones de verano. Me quedaría
un mes allí.
Las conversaciones con Rosenda y con algún que otro conciudadano no tenían
desperdicio. Disfrutaba tanto escuchando las viejas historias que no me atrevía
a escribirlas en su presencia, pero por la noche, me ponía a transcribirlas como una
posesa; no quería que se me escapara nada. Era como si viviera en una continúa
sesión de cine, una película tras otra.
Una mañana, Rosenda se levantó diferente. Me llevó de la mano hasta el
lavabo para mostrarme un peine repleto de canas. Se me están cayendo. Esto se
acaba. Yo intenté tranquilizarla diciéndole que era normal, que no tenía por qué
asustarse. Sin embargo, ella no estaba asustada. Me agradeció que estuviera allí
para ayudarla a encarar un nuevo tiempo. Poco a poco fue perdiendo el pelo y
con él toda su vitalidad, aunque no su alegría.
No me atreví a hablar con los vecinos, ellos se estaban dando cuenta de lo
que sucedía tan bien como Rosenda.
Una noche, me abrazó y me dio las llaves de su casa. Mi querida amiga del
tiempo que se acaba, hoy no he podido peinarme las canas, todas se las han
llevado las nubes del atardecer, me dijo. Mañana amanecerá despejado.
No he podido quedarme en el pueblo, sin embargo cuando volvía hacía la
ciudad, después de despedir a Rosenda por última vez, me miré en el espejo del
coche y me vi un magnífico mechón de pelo blanco.
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