Granada
El sol de la mañana se filtraba
por la habitación. Saltó de la cama de un brinco y se mareó. - Tranquilo Manolo, que ya no tienes edad.
Y es que cada luz nueva, cada
rayo de sol, cada mañana le producía un intenso placer difícil de explicar. Él
lo sentía en el pecho, muy hondo… Era un nuevo día, ¡un nuevo día! y no quería malograr
ni un instante. Adoraba el mundo, -a pesar de los hombres- se dijo, y creía que
también el mundo lo adoraba; se trataba de un amor correspondido.
Ascender hasta la Alhambra a
primera hora del día era su ejercicio preferido. El Darro le recitaba poemas
familiares al oído y sentía como el bálsamo de la tierra mojada le recorría el
cuerpo. Esto era la felicidad; la felicidad que cada día soleado se repetía.
Procuraba dejarse llevar por toda la belleza que le envolvía, para apartar de
su cabeza el murmullo que poco a poco se iba apoderando de su mente; el
murmullo que resonaba en sus oídos; el murmullo de los versos; el murmullo de
los gritos; el murmullo de la violencia; el murmullo que al final le gritaba
¡justicia!
Y aquella mañana, como todas las
mañanas soleadas, se transformó en gris como un día de lluvia; gris como el
infinito llanto; gris como la pena oscura.
Su Granada, su querida Granada,
tenía el alma triste desde hacía siglos; tenía el alma llena de humedades;
tenía el alma llena de lamentaciones. Y él siempre las escuchaba, él siempre
las sentía.
Granada era bella; los hombres,
¡ay! los hombres, los hombres un día lo habían sido.
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