La vista atrás
Tal y como era su
costumbre, Doña Anita, así era como la mayoría de los vecinos la llamaban,
salió de casa para dar su acostumbrado paseo de la tarde. Era un precioso
día de primavera de 1970. Ella, impecable como siempre, vestía un traje
chaqueta de color azul, zapatos de tacón a juego y bolso de conjunto. Estaba un
poco cansada, había dormido mal y no le apetecía dar una vuelta demasiado
larga, así que caminó siguiendo por la calle de Valencia hasta llegar al Paseo
de Gracia y luego de vuelta por la calle de Mallorca hasta el Paseo de San
Juan, por aquel entonces llamado Del General Mola. Una vez allí se sentó en un
banco. No le apetecía volver a su casa, corría un viento fresquito muy
agradable y le relajaba mirar a los niños subir y bajar por el tobogán o volar
en los columpios de un poco más allá.
Doña Anita se
llevaba bien con casi todo el mundo y además era famosa. Su origen, su forma de
hablar enredando las palabras, de vestir y de moverse hacían que para la gente
del barrio no fuera una más; era la señora francesa, o alemana decían otros, o
la extranjera, o la
Sra. Hernández , para los que conocían el apellido de su
marido, o “la Doña Anita ”
para los más cercanos.
Estaba sola en el
banco y miraba a través de sus gafas de cristales gruesos al otro lado del
paseo como por inercia. Tardó un tiempo en percibirse de la presencia de un
hombre sentado al otro lado del paseo, que no paraba de remover la tierra con
un palo, Luego se percató de que la miraba furtivamente. Cuando tomó conciencia
de ello, le sobrevino uno de sus frecuentes dolores de cabeza. Rebuscó en el
bolso hasta encontrar la tableta de los optalidones, guardó dos en la mano y
como no acostumbraba a entrar en los bares, se acercó hasta la pequeña fuente
del paseo, sólo a unos pasos de donde ella se encontraba. Con delicadeza,
cuidando de no agacharse más de lo necesario e intentando no perder el
equilibrio, bebió el agua necesaria para tragar las dos pastillas. Luego volvió
hasta el banco y a los pocos minutos con la cabeza liberada del dolor, aspiró
la brisa que corría Paseo arriba, Paseo abajo y ahora fue ella la que empezó a
mirar con poco disimulo y mucha curiosidad al hombre.
Era un hombre
atractivo, de unos 40 años, a ella siempre le habían gustado los morenos,
quizás por contraste con los hombres de su país, al fin y al cabo, se había
prendado de un catalán con el que había estado casada durante más de 40 años.
Pero no era eso lo que le atraía, el hombre del banco le recordaba a alguien
que había conocido antes de casarse, cuando ella tenía únicamente 22 años y
acababa de llegar a España, enamorada ya del que sería su marido y con los
meses justos para preparar su boda.
Cuando Anita llegó
a Barcelona fue a vivir a casa de una señora francesa, viuda, amiga de su
abuela. Es evidente, dada su educación, que sus padres no le hubieran permitido
viajar a Barcelona sola si no hubieran contado con la ayuda de una amiga de la familia. Anita y el
Sr. Hernández consideraron más fácil casarse en España que en una Alsacia
todavía acostumbrándose a ser nuevamente francesa.
En casa de madame
Draper vivía también un hombre, el Sr. Mújica, hijo de alemana-alsaciana y
español. Era una víctima más de los avatares de la historia. Nacer en
un lugar como Alsacia dónde había gente que se sentía todavía alemana y otra
que sentía haber nacido en un país ocupado, en esa época nuevamente francés, no
dejaba indiferente a nadie.
El joven vio en
Anita, él la
llamaba Fraulein Anita , a la hermana que había perdido
durante el 1ª. Guerra mundial. La ayudó en todo lo que pudo para que Anita se
acostumbrara a la ciudad y al final le contagió su amor por una ciudad que
crecía hacia el futuro, que se sentía liberada arquitectónicamente y feliz de
poder ensayar nuevos lugares para vivir, diferentes a lo conocido hasta
entonces. El Sr. Mújica comercializaba productos para automóviles que compraba
en Francia o en Alemania y vendía en algunas ciudades españolas. Viajaba con
frecuencia, pero también disponía de tiempo libre si lo creía necesario. El Sr.
Hernández entabló muy buena amistad con él, al fin y al cabo, era como un
cuñado surgido de la historia y de la casualidad.
Como no podía ser
de otra manera, Mújica, Miguel fue el padrino de boda de Anita en julio del
1923.
La felicidad se
troncó cuando, en septiembre de ese mismo año, Primo de Rivera dio su golpe de
estado. Los Sres. Hernández y también el Sr. Mújica decidieron abandonar el
país y establecerse en Alsacia, trabajaron juntos en el negocio de los
automóviles hasta que una vez terminada la dictadura, Anita y su marido
volvieron a Barcelona a disfrutar de la recién estrenada libertad. Por aquel
entonces Miguel ya se había casado con una mujer de origen judío. Tenían un
hijo recién nacido y por ello decidieron quedarse en Strasbourg. Las dos
familias se habían carteado con regularidad hasta que el panorama europeo
empezó a complicarse; primero, en nuestro país y luego, en el resto de Europa.
Y luego… nada. La tierra se los tragó. Desde Barcelona intentaron indagar, pero
la situación política era tan difícil que… -Sí estuvieran vivos en algún lugar
del planeta se hubieran puesto en contacto con nosotros, o no, Miguel era de
izquierdas y ahora…-pensaba Anita. Pero el tiempo pasó y ella acabó por
resignarse, después de llorar la pérdida como si de un hermano se tratara.
Hoy, en el banco,
Doña Anita había vuelto la mirada del alma hacia atrás. Nunca había olvidado.
Ella había tenido tres hijos - ¿y el niño de ellos?, habría sobrevivido a la
guerra, dónde estaría, con quién…- preguntas que jamás se había contestado y
que ahora frente a este hombre que tanto le recordaba a su amigo, volvía a
repetirse. -No puede ser de otra manera, se parece demasiado y la edad, sí la
edad también coincide - se decía Doña
Anita.
Su cabeza empezó a
dar vueltas imaginando los posibles diálogos con el desconocido:
- Perdone, ¿cómo se
llama usted?, sabe, es que me recuerda tanto a… y entonces quizás le explicaría
la historia. O
bien, se dirigiría a él en francés, o en alemán y luego lo mismo, la historia o
quizás no, quizás intentara saber si era un turista, si necesitaba algo, si
vivía aquí, si conocía la ciudad,
Palabras y más
palabras, pero no se animaba a acercarse. Él seguía mirándola, quizás sus
padres le habían hablado de ellos, le habían enseñando sus fotografías… ¡quién
sabe!
Estaba tan excitada
que los labios se movían ensañando las conversaciones, moviéndose sin
pronunciar palabra.
Cada vez más
nerviosa, Doña Anita evitaba mirar al hombre. ¿Y si estaba completamente
equivocada? Quizás su cabeza empezaba a funcionar mal- se dijo. Se propuso
tranquilizarse, volver a casa y olvidar tanta idea absurda. Sin embargo, no
tuvo tiempo, entretenida con estos pensamientos no se dio cuenta de que el
hombre se había levantado y caminaba en dirección a su banco con una sonrisa
enorme y hermosa. Y cuando estuvo frente a ella, le preguntó en perfecto alemán
si podía sentarse a su lado, al sol.
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