El rastro




Mi abuelo llegó a Barcelona el día 1 de enero del año 1916. Tenía 16 años y había abandonado casa y familia en una aldea de la provincia de Ourense. Del tiempo pasado, recordó únicamente lo más elemental: el olor de los árboles, la humedad, la niebla y su sueño de salir de allí. Su conocimiento de la madera y más aún, su pasión por rastrear en ella a los genios que la pueblan, hizo que no dudara a la hora de buscar colocación en una carpintería de la calle Sant Pere més baix, donde también vivía.

Durante los días de oscuridad provocados por la huelga de La Canadiense en 1919, conoció a la que sería la luz de su vida, Rosa, mi abuela. Ella trabajaba en el negocio familiar de la calle Sombrerers, tostando y vendiendo frutos secos. El movimiento de solidaridad que surgió a raíz de la huelga, hizo que Julio, el abuelo, conociera a la familia de Rosa al completo y que más tarde fuera adoptado por ella.

En el año 1922, el abuelo fue ascendido a oficial en la carpintería y ese mismo día declaró su amor a Rosa. Se casaron al año siguiente, un mes de septiembre de triste recuerdo, cuando el país languidecía con el inicio de la dictadura de Primo de Rivera. El primer hijo que tuvieron murió a los dos años de nacer y no engendraron al que sería mi padre hasta el año 1930; Ramón nació triste, como si no pudiera competir con la alegría desatada a raíz de la proclamación de la II República, el 14 de abril de 1931.

El olor a almendras tostadas y a serrín acompañó la existencia de la familia que, años más tarde, recordaba aquella época, hasta el 1936, como la más feliz de sus vidas. Después llegó la guerra y con ella la separación. Julio partió al frente con el convencimiento de defender lo que era justo. Regresó con las manos vacías y los sueños rotos y cuando ya en casa Rosa le miró, él vio en sus ojos los destellos de los bombardeos y el dolor de su mujer, al relatarle la muerte de sus padres por la bomba caída delante del cine Coliseum. El abuelo tomó las riendas del tostador y tuvo que dejar la carpintería para sus pocos ratos libres.

Con dos años de posguerra a cuestas, les nació una hija que se alimentó del estraperlo, pero que personificó la alegría nacida de la supervivencia. Todos los domingos, durante años, la familia iba a Montjuïc o al Tibidabo. Allí el abuelo se abrazaba a los árboles; primero los husmeaba y luego, pegaba la oreja al tronco para, más tarde, relatar a sus hijos historias que, según decía, ellos le explicaban. Los duendes poblaron la infancia y la adolescencia de mi padre y de mi tía Dora. Ésta creció buscando perfumes en un barrio que olía a miseria, hasta que un buen día, recién cumplidos los 20 años se marchó a París para dedicarse, hasta el día de hoy, a la creación de esencias, que como era de esperar invadieron la vida de la familia de año en año, de visita en visita, dándonos a cada uno de nosotros la fragancia que, según Dora, nos era más propia.

Mi hermana gemela y yo nacimos en 1963, cuando mi tía llevaba ya dos años en París. Dora había dejado nuestra ciudad cuando mi padre se casó con la que había sido la mejor amiga de ella y que había sabido, desde el primer momento, extraer de él el ruido de la alegría contenida. Mi madre trabajó siempre junto a su marido en la tienda y fue para los abuelos, hasta que murieron, como la hija que se les escapó buscando olores. Cuando Dora volvía a casa, desplegaba en la mesa del comedor todas sus creaciones especiales para nosotros, sin embargo, nadie dudaba de que sus grandes esfuerzos estuvieran destinados a encontrar una fragancia especial para su padre.

Cada año, entre los perfumes con olor a miel, a leche con canela, a mirra… había uno para Julio que olía a madera limpia: de cedro, de castaño, de nogal… cada año un árbol diferente. El abuelo, hasta que murió, le obsequiaba, mientras olía el perfume que Dora le ofrecía, con una historia que había ido creciendo desde su última visita.

Hace dos años que murió Julio; acababa de cumplir los 100. Mi tía le había traído un perfume mezcla de olores aterciopelados, de suelos empapados de agua y llenos de helechos, de troncos humedecidos por las lluvias de Galicia y de nieblas perdidas entre los bosques.

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