El rey de Harlem




Negros, Negros, Negros, Negros.
La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
Hay que huir,
Huir por las esquinas…
él tenía un hijo.
¡Un hijo! ¡Un hijo! ¡Un hijo!
¡Que no era más que suyo, porque era su hijo!
¡Su hijo! ¡Su hijo! ¡Su hijo!

 “Oda al rey de Harlem”, (Poeta en Nueva York) Federico García Lorca


La sangre de su hijo muerto le llegaba en letras escritas por un poeta muerto. Muerto, muerto. La palabra le llenaba la boca sin palabras. Su mente oscura hoy recordaba a quien ya nunca recordaría.

La vida había sido vida antes de la llegada a Harlem. Se sentó solo, una vez más, para recordar, como único consuelo a su dolor, a oscuras.

Ayer le dieron la noticia, alguien llegó con el periódico en la mano, su hijo asesinado a manos de la policía. Su pobre hijo muerto, pero hacía ya tanto tiempo que lo estaba… Ernesto había dejado de existir cuando él lo arrastró de su Cuba natal a la ciudad de los rascacielos. Habían sido entregados a aquella que les comería las entrañas, como ayer él había confirmado.

Camilo llegó a la ciudad, cuando Ernesto acababa de cumplir los doce años y éste no tardó en hacer amistades, su padre no pudo evitarlo, su tiempo era para el trabajo, y Ernesto buscó la familia perdida en un barrio pintado de negro. Creció rápido y pronto se lanzó a ese mundo en el que los dólares volaban por su lado, sin que él pudiera alcanzar más que algunos centavos. Ernesto se juró a sí mismo que lo tendría todo y para ello no dudo en poner su vida en peligro las veces que fuera necesario. Su padre cuando abrió los ojos no vio más que “un tumulto de dinero muerto que se precipitaba al mar” y Ernesto en medio cayendo sin red alguna al vacío. Camilo no supo ya qué hacer, había arrastrado su vida por las calles y apenas le quedaban ya fuerzas para luchar. Confió en Dios y se alejó de su único hijo para no ver, ni sentir, ni sufrir. Ernesto visitaba a su padre llenando esas horas de montañas de mentiras doradas, seguía persiguiendo su sueño entre el ruido de las pistolas, entre la sangre seca de blancos y negros…ese eco que sería el último sonido que escucharía; el estruendo seco de la pistola que le disparó. Alguien contó como Ernesto se había incorporado cuando la bala le explotó en el pecho y que lanzó un grito al cielo mirándose las manos vacías. Su padre se lo imaginaba ahora allí tendido, solo, huérfano de su amor, con sus manos negras empapadas de sangre sin valor.

¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem!
¡No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro…

Sí lo hay. La angustia de Camilo invadió la calle cuando salió a ella. Paseó buscando el rastro de su hijo muerto con un libro en el bolsillo. Entonces comprendió todas las palabras del poeta que hasta ahora nunca había entendido. A partir de ese momento su vida fueron los versos, versos que le recordaban a cada momento de la vida del desaparecido
…Y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día…

Camilo día tras día en la calle fue dejándose morir, fue empujando su vida hacia el abismo. Un día, habían pasado ya meses de la desaparición de Ernesto, alguien lo encontró acurrucado en un banco oprimiendo contra el pecho un libro de un poeta español que hablaba de Nueva York.



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