El azul
Llegó el azul. Y se pintó su
tiempo.
La sombra es más azul cuando ya
el cuerpo
que lo proyecta se ha
desvanecido.
De Rafael Alberti “A la pintura”
Mi querido Manuel:
Fue una alegría
recibir tu carta y con ella todos los recuerdos de otra época y es que entendí
el azul gracias a tus ojos, tus ojos cerrados a la luz, tus ojos perdidos sin
los colores.
¿Recuerdas, amigo,
aquellos días? Yo, desde entonces, no puedo mirar sin escuchar, sin oler, sin
saborear.
El día que me
reclamaste ver el azul, que yo tanto nombraba al hablar de nuestro mar y
nuestro cielo, se me nubló la vista de impotencia. Tú me tranquilizaste y me
dijiste que te mostrara los lugares de ese color. Entonces yo, iluso, te llevé
a una exposición de Picasso, y te puse delante de los cuadros de su época azul.
Te los expliqué uno tras otro, tú, atento a mis descripciones, no conseguiste
más que una observación académica.
Después de algunos
días se me ocurrió la solución y te dije: “Manuel prepara tu mochila que nos
vamos al Pirineo”
Después de una
difícil ascensión llegamos al “estany blau”, sus aguas parecían descansar en un
sueño de profundidades. Yo te pedí que imaginaras el momento en que empezabas a
dormirte; así era sus aguas, un embudo hacia lo desconocido. Luego nos zambullimos
en su interior, sólo un minuto. El frío y la suavidad que sentimos en la piel
era el azul, te expliqué.
No quedaron ahí
nuestros experimentos. A la semana siguiente nos fuimos a la playa. Aquel día
el mar tenía un color muy claro y cuando nos bañamos, tú hiciste broma
comentando que este azul seguro que no era tan intenso como el del lago porque
no estaba tan frío. Cuando nos secamos, te quise hacer ver otro color. La sal
dibujaba pequeñas manchas en nuestra piel y la sensación de sequedad era el blanco.
Pensé que tu
curiosidad habría quedado satisfecha, pero no fue así. A las dos semanas de
nuestra última salida, viniste a mi casa muy excitado y me dijiste: “Ricardo,
quiero hacerte un regalo, aunque la verdad es que lo hago por mí. He encargado
dos viajes a ver aguas. ¿Qué te parece si nos vamos a Noruega en agosto?”
No podía negarme.
Tu ilusión se me contagió enseguida e inmediatamente nos pusimos a organizar
las vacaciones.
El día que nos
plantamos delante de los glaciales noruegos la emoción se nos escapaba por
todos los sentidos. Hacía frío y sin embargo el color azul era muy claro. Nos
sentamos a esperar que cayera algún trozo de hielo. Yo vigilaba la llegada del
momento y tú me susurraste: “¿Qué haces, Ricardo? Cierra los ojos que vas a escuchar
el azul.
Tenías razón. Del
hielo llegaban unos sonidos crujientes que anticipaban el movimiento. Tú, antes
que yo, supiste cuando el hielo iba a caer. No me dejaste abrir los ojos. Estuvimos otras dos veces delante del glaciar,
yo insistí en mirar atentamente para explicarte, nuevamente teorizando, sobre
cuando era el hielo más azul: al desprenderse dejaba de serlo un poco, era más
blanco, pero me perdía porque no hallaba la manera de explicarte los matices,
sin embargo, tú parecías satisfecho.
Hoy me he levantado
melancólico. Te echo de menos, amigo. Hace ya ocho años que te marchaste al
Canadá, buscando más azules ¿no? eso me dijiste al despedirnos ¿te acuerdas?
Cuando me llegó tu carta con el catálogo de tu exposición me vinieron
nuevamente todos los recuerdos a la cabeza. Me muero de ganas de ver tus cuadros,
esas pinturas azules. Tu vida pintada de añil. Tengo frente a mí las
fotografías de las pinturas que me adjuntaste, increíbles. No dejo de mirarlas
y de imaginarme como, aplastando tus manos una y otra vez contra el lienzo,
conseguías todos los tonos posibles, esos que yo no supe matizar.
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