El paraguas




Martín salió de casa después de comer. Tenía que hacer unos encargos en el centro. Todo el día había estado nublado y ayer en la televisión dijeron que iba a llover, pero, por el momento, las nubes no parecían amenazar con descargar todo su contenido. Bueno, ocurrirá lo de siempre, pensó Martín, muchas amenazas y después nada, ni una gota. Así pues, decidió no coger el paraguas, había perdido tantos en su vida que sabía que, si no llovía, era probable que se lo dejara olvidado en el primer lugar al que entrara.

A las cinco estaba ya en la Librería Áncora y Delfín. Unos días atrás había encargado una novela y suponía ya la habrían recibido; el librero era una persona que rara vez olvidaba un encargo, conocía bien su oficio y lo mejor de todo, lo amaba. Una vez acometido su primer encargo-deseo siguió hacia el centro caminando tranquilamente y regocijándose con la idea de la futura lectura. Al pasar por delante de La Pedrera decidió entrar en la exposición que con el título "Del impresionismo a la Vanguardia" se exhibía en el singular edificio. Le producía un intenso bienestar visitar todas las exposiciones que aquí se realizaban. Por un lado, casi siempre eran de su interés y por otro era gratuitas. Martín consideraba las obras de arte como objetos propiedad de la humanidad y, por lo tanto, nunca había entendido por qué se debía pagar para verlas, si la pretensión de los artistas al hacerlas era el de comunicarse con sus congéneres. Ya sabía que este pensamiento estaba alejado de toda lógica mercantilista, pero le daba igual. Por ahora, todavía el pensamiento era libre, aunque dentro de unos límites. Hacía días que muchas cosas le resultaban indiferentes, por qué seguir con el análisis lógico, por qué no volver al pensamiento idealista si a él le apetecía.

Un cortés saludo por parte de la azafata de la entrada le invitó a subir por la escalinata que era digna de dioses, aunque lo había sido de burgueses. Y arriba, más azafatas, aunque éstas apenas repararon en él, sólo cuando pretendía iniciar el recorrido por el final, una de ellas le salió al encuentro indicándole que debía empezar por el lado opuesto. Sí claro, el orden, ante todo. ¿Qué diferencia podía existir en comenzar por un lado u otro?

¡Qué fantástico! Rodin anunciaba una buena exposición, después, Gauguin, Monet, muchos otros que no conocía, Dufy, del que había visto otra exposición hacía algún tiempo, etc.etc. Cuando pasó junto a una de las ventanas que comunicaban con el exterior, notó que el cielo había oscurecido y de pronto se desató la tormenta que habían presagiado y que él había ignorado. ¡Madre mía cuánta agua caía! Martín se sentó en uno de los bancos que alguien había decido situar delante de una de las pinturas. ¿Por qué aquélla en concreto y no la anterior que tanto le había gustado? Gracias a ese asiento, la afortunada pintura goza de una observación mucho más detallada por parte de los visitantes, de lo contrario, éstos no le hubieran dedicado más que un vistazo fugaz.

El recorrido le había satisfecho mucho, pero no estaba dispuesto a permanecer muchas horas más en el lugar, ya que si así lo hacía perdería toda la tarde. Volvió a la ventana, la lluvia seguía cayendo y no había asomo de esperanza en el cielo, parecía que alguien desde arriba había decido no hacer nada contra la naturaleza y hoy, a ésta le apetecía jugar con los habitantes de una ciudad poco habituada a la lluvia.

Martín en un instante supo lo que tenía que hacer. Era algo tan sencillo como acercarse a la puerta de salida y, de la forma más natural del mundo, coger uno de los paraguas que allí se escurrían la lluvia que les había caído encima. Incluso podía escoger ya que, en pocos minutos, la sala se había llenado de gente que, ante tamaño chaparrón, se había refugiado en el arte. Sí, era sencillo, pero, cuando se levantó, sus pasos le parecieron ficticios. Se imaginó que todas las personas que se movían por la sala sabían lo que estaba pensando y esto le impidió seguir con sus planes. Tenía que encontrar la manera de hacerlo sin que su actitud le delatara.

Volvió al inicio de la exposición y decidió pasear nuevamente por entre los cuadros, realizando ahora una observación casi microscópica. Intuía que ellos le proporcionarían la estrategia a seguir. Ahí estaba el fantástico cuadro de Monet "El puente de Charing Cross a la altura del Parlamento". La niebla sólo deja adivinar la silueta del Parlamento y las de algunas barcas que parecen deslizarse sin prisa. Martín pensó con rabia que, si así estuviera la sala, nadie podría distinguir su cara, como máximo únicamente su mano sería visible. Pero no, allí las luces eran claras y no había ni siquiera un pequeño rincón en penumbra. Siguió adelante, Alfred Sisley "Inundación en Port-Marly". Éste parecía adecuado, las calles estaban mojadas y el cielo empezaba a abrirse, las nubes estaban dejando paso al azul celeste. Claro éste podía estar cerca de su situación actual, pero en el cuadro se reflejaba el sol y aquí, en su ciudad, era la noche la que aparecía, aunque bien podría ser que se estuviera despejando. Se dirigió a la ventana. No, no era así, seguía lloviendo. Más cuadros con cielos nublados, parecía que los artistas se hubieran puesto de acuerdo para mostrar a Martín, que no sólo él sufría con los días lluviosos, pero también es verdad que muchas de las pinturas tenían una luz que él, esta tarde, no encontraba más que en el espacio cerrado, pero no en su pensamiento. Cuando observó la obra de Wilhelm Trübner "Parque del palacio de Lichtenberg en el Odenwald", sintió que el artista se reía de él. Claro, en un lugar tan frondoso, para qué necesitaría paraguas, los mismos árboles le darían la protección necesaria. Sin embargo, en Barcelona, el agua se deslizaba por las hojas de los plataneros, como si éstos fueran de plástico. Se sentó delante de la "Casa en Dangast, la casa blanca" de Erich Heckel. Éste sí le dio una idea, el cuadro le transmitía velocidad. El camino, de trazos rojos, parecía querer escapar, pasando junto a la casa sin detenerse. Sí. Debía coger el paraguas y salir corriendo, evadirse escaleras abajo. Martín se animó ya que empezaba a encontrar respuestas. Ahora se encontraba frente al prodigioso cuadro de Kandinsky "La Ludwigskirche en Münick", donde la multitud se agolpa, frente a la Iglesia, de espaldas al mundo. Sí, claro con tanta gente ¿quién se daría cuenta de su acción? Aquí no había tantas personas. ¡Ahí estaba! esa era la actitud; la apariencia que debía adoptar, la misma que tenía el señor que en una tarde de estío, en posición totalmente relajada miraba sin mirar, como si en esta vida nada fuera con él. El mundo continuaba su marcha y el protagonista del cuadro no hacía nada, ni para pararlo, ni para seguirlo. Era la pintura "Interior al aire libre" de Ramón Casas. Se convenció a si mismo que con esta disposición de ánimo debía dirigirse hacia el paragüero.

Sus pies le transportaron hacia la salida. En el paragüero no cabía ni un paraguas más, así es que, quitándole uno le estaba haciendo un favor. Un vistazo rápido y con decisión tomó un anodino paraguas negro, que podría ser suyo y de mil personas más. Con su salvación ya en la mano, bajó sin prisas por la escalera. Al llegar a la puerta exterior apoyó su paraguas, ahora ya le pertenecía, contra la pared mientras se abrochaba la gabardina. Una vez recompuesto empezó a andar sin reparar en que había dejado abandonado a su suerte el objeto de sus desvelos.

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