La galería de arte



De los paseos vespertinos por la ciudad no suelo esperar demasiado. Caminar un poco, intentar aislarme de los ruidos de los coches, no tropezar con demasiada gente, mirar algún escaparate y confiando en el acierto de mis pasos,  dejar que me conduzcan  a una o dos galerías de arte para recrear la vista y ejercitar un poco la mente o lo que queda de ella.
En la primera galería, sólo entrar casi se me cae la gran puerta de cristal encima,  una vez salvada por los pelos del casi accidente, he recorrido la exposición sin grandes sorpresas, ni agradables, ni desagradables, un “está bien” sin emoción. El artista se ha esforzado pero sin rozar la originalidad.
Ya que estoy en la calle adecuada, aprovecho y entro en otra galería. Bueno, esto parece otra cosa, hay una exposición de joyas, pinturas y esculturas de una artista que me ofrece un espectáculo diferente. Parece que ésta sí que llega al alma, de quién la tenga….
El ambiente, el esperado: silencio, luz, soledad, indispensables para adentrarse en la creación de otros buscando el eco que la obra pueda producir en  mi interior. Recorro la sala principal y enseguida descubro otra pequeña  anexa de donde provienen las voces de una conversación que en ningún momento me parecen íntimas.  Una delgada pared me separa de los que, al otro lado, parecen ocuparse de cosas serias y junto a la pared, un sofá  que parece adquirido en alguna subasta de muebles antiguos:  terciopelo rojo, molduras y tiempo acumulado de recuerdos, pienso yo, o de secretos, quién sabrá…  Siento cierto rubor por estar escuchando, casi de escondidas, sin embargo me quedo, he procurado no hacer ruido mientras me acomodo en el sofá que me acoge sin un lamento.
Una voz masculina parece dirigir lo que no sé definir si como conversación o lección magistral. El tema: el miedo a la muerte, creo intuir por lo que se desprende de  la conversación. Lo que sí está claro es que hay un hombre que dirige hacia donde llevar a sus ¿alumnos? ¿contertulios?
“Es estúpido tener miedo a la muerte, es como tener miedo a una silla” dice el director de orquesta… parece que él lo tiene claro. ¿Ha tenido alguna vez la muerte cerca? Imagino que sí porque por la voz intuyo que tendrá unos 50 años. Y ¿por qué no podemos temerla? me pregunto yo.
La conversación pausada va poco a poco introduciéndose más en el tema. Profundidad de salón, ejercicio mental y lingüístico, juego dialéctico, recorrido moral y voces buscando una solución que calme nuestros miedos.
La muerte de otros, la nuestra, amigos ésta es la cuestión…
El tiempo pasa recogiendo las palabras que van del más allá de la habitación hasta mi sillón. Yo, inmóvil, intento seguir en el anonimato, aunque en numerosas ocasiones tengo que reprimir el impulso de levantarme y pasar al otro lado. Sin embargo, nadie me ha invitado, como la muerte, que no ha invitado a nadie a que la juzgue, la cuestione, la entienda, sin embargo aquí estamos los humanos siempre con el mismo tema.
Aunque la conversación me mantiene enganchada al sillón y atenta a las aportaciones de cada uno de los invitados, ¿invitados? al debate, pasado un tiempo me invade un profundo sopor y me dejo ir, así es que sencillamente, me duermo.
Me he dormido y un golpe seco me despierta con un sobresalto. No oigo nada, no veo nada, tengo frío.
Estoy sola.
Alguien ha apagado la luz. Busco el teléfono móvil para alumbrar mis pasos. Me angustio hasta que finalmente consigo llegar hasta la puerta de entrada o de salida y sin dificultad encuentro el cuadro de luces, salvada.
 Ahí estoy yo sola, las joyas solas, los cuadros solos, las esculturas solas. Todos nosotros tenemos algo en común… y el silencio a mi alrededor, a su alrededor, en todas partes, ni siquiera de la calle llega ruido alguno.
Esto no tiene sentido me digo, ¿cómo es posible que no me hayan visto? Con sigilo voy al otro lado, unas sillas olvidadas en desorden dan muestra de que allí antes había alguien, yo no lo he soñado. No hay ninguna puerta trasera, así es que forzosamente han tenido que pasar delante de mí para salir.
Veamos. Intento llamar por teléfono. No tengo cobertura. Corro hacia el teléfono fijo de la galería y al intentar marcar me doy cuenta… mis manos, mis manos… otro sobresalto, casi no puedo ni mirarlas. ¿Qué me han hecho? ¿Quién está jugando conmigo? Decido volver al sofá, es el único lugar que me pertenece ¿me pertenece? de esta galería. Con cuidado me siento para no romperme. Me duelen las arrugas, me duele esta piel tan seca, me duele este pelo tan tieso, me duele no saber, me duele no entender, me duele mi muerte reseca.
He tenido que llegar hasta aquí, he tenido que quedar atrapada en estas paredes encaladas y cubiertas de muerte. Las pinturas, las esculturas muertas ya, sin nadie que las mire, sin nadie que las toque… y yo voy entendiendo poco a poco lo que mi alma disimulaba.
No hay muerte a la que temer, efectivamente, pero sí que hay que temer a la muerte del sentimiento, la muerte que entró conmigo en esta galería hace un rato, la muerte que anuló mi alma hace ya mucho tiempo, la muerte que me acompañó como sombra hasta este sofá y que me cubrió dejándome como una escultura más.
Hoy me he visto realmente, estas manos que casi no son más que piel, son las mías, este pelo sin vitalidad es el mío, este cuerpo que arrastra los años, es el mío y sin embargo, estoy viva y hasta hoy no lo había recordado.
Qué regalo, señores, volver a la vida en una galería, volver a sentir miedo y angustia, volver a pensar. He quebrado la sal que me envolvía, he cruzado la frontera.
Estoy viva, estoy viva.  

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