En el corazón




Mario se había empeñado en hacer ese viaje. Su hija intentó convencerle para que lo aplazara, sin embargo, él quería ir a Madrid. Lo tenía todo planeado, levantarse temprano, desayunar leyendo los periódicos del día y luego, con el placer que produce saber que no hay nadie que te espere, sin prisas, escoger el museo para visitar. El corazón le latía con fuerza cuando se subió al tren. Su hija había acudido a despedirle y no paraba de darle todo tipo de recomendaciones, “no te canses, papá, no olvides tomarte las pastillas, si te sientes mal ve inmediatamente al hospital” De eso era de lo que precisamente huía, por unos días quería olvidar lo que había pasado en los últimos meses cuando su corazón dijo basta y, en su lugar, le pusieron otro que latía con una fuerza renovada. Era como si a este corazón nuevo le hubieran dado, al igual que a él, una segunda oportunidad y ambos tenían el deber de aprovecharla.

No le apetecía conversar con nadie, no obstante, a su pesar, tuvo que hacerlo con la señora que se sentó justo enfrente. Era algo más joven que él, unos 60 años le calculó. Parecía nerviosa y cuando hacía sólo unos minutos que habían salido de Lleida le preguntó:

- Señor, ¿sabe usted cuantos minutos para el tren en Monzón?
- Pues no, señora. ¿Usted se baja ahí? –le dijo esperanzado.
- No, no, pero quiero ir a buscar unos bocadillos.
- ¡Pero si aquí hay bar!
- Ya, pero además de malos, son carísimos.
- Pregunte al revisor.
- Sí, pero a veces ni pasan.

En esto quedó la conversación, por suerte para Mario, que pudo enfrascarse en la lectura del periódico. Lo que él no sabía era que la presencia de la señora no se trataba de una casualidad. Rosalía, que así era como se llamaba, no era una pasajera cualquiera, la hija de Mario la había contratado para que, disimuladamente, se ocupara de su padre durante el viaje y si las cosas iban bien, incluso en Madrid podía seguir con su trabajo, siempre y cuando hubiera sido lo suficientemente hábil como para trabar una pequeña amistad con él. No era el tipo de mujer que le hubiera atraído a Mario, pero sí tenían algo en común: el amor al arte. Rosalía era una buena mujer, un tanto insegura desde que el cansancio le hizo cometer una equivocación en el hospital donde trabajaba y que le costó el empleo. Detalle, por otra parte, que omitía en su currículum. Había estado algunos meses en el paro, hasta que se decidió, animada por su hija, que no sabía la causa real del despido, a que contestara a un anuncio, que respondía perfectamente a sus características.

Cuando se encontraban ya cerca de Monzón, la enfermera tomó nuevamente la iniciativa. –Este hombre debería caminar un poco, no es bueno que esté tanto rato sentado- se dijo.

- Señor, discúlpeme nuevamente, pero ¿puedo pedirle un favor? –y sin esperar a que él le contestará, continuó - cuando lleguemos a Monzón, le agradecería que me acompañara hasta la puerta del vagón y mientras yo compro los bocadillos usted está pendiente de la salida del tren para avisarme. Le parecerá tonto, pero de esta manera me sentiría menos inquieta.
- No se preocupe, me irá bien estirar las piernas. Pues vaya usted preparándose que ya veo el castillo.

La estrategia, un poco absurda de Rosalía, le proporcionaba una pequeña victoria y la justificación para invitar a Mario a compartir la comida, que, como un botín, había adquirido.

Después de comer, ella le empezó a explicar que iba a Madrid expresamente para ir al museo Sorolla que habían inaugurado recientemente, tras una cuidada rehabilitación. Mario no pudo evitar mostrar su satisfacción e inmediatamente bajó la guardia e inició una conversación sobre arte que finalizó al llegar a Zaragoza. Allí subieron varias personas, casi todas bastante ruidosas: una familia, dos mujeres de mediana edad, un grupo de jóvenes y un hombre corpulento de aspecto bonachón, con los brazos desnudos que dejaban a la vista sus carnes tatuadas. El tatuado se sentó cerca de Mario y Rosalía.

- Hablando de arte –dijo ella- aquí tenemos un ejemplo viviente.

Mario pasó por alto el comentario un tanto suspicaz.

Empezaban los campos yermos y el sol dejaba escapar destellos que acompañaban la visión romántica del paisaje lunar. El tatuado no tardó en dirigirse a la niña de unos siete años que se sentaba junto a él y que, sin disimulo, observaba los dibujos visibles en la piel:

- ¿Quieres que te explique una historia?
- ¿Es bonita?
- Todas lo son, porque, aunque tristes, siempre llevan dentro el alma de quien las vivió. Mira, ¿ves este molino? –le dijo señalándose uno de los dibujos- pues yo nací en un lugar así.
- ¿Cómo Don Quijote?
- Exacto. Pero yo no pude vencer a los molinos y tuve que huir y lo hice por mar, ¿ves? Este barco me llevó a Brasil que fue donde aprendí a tatuar.
- ¿Y te has hecho tú todos los dibujos?
- No, unos amigos míos, yo los hago a los que no quieren olvidar… igual que yo.
- ¿Y a mí me harás uno?
- Cuándo seas mayor.
- ¿Cómo tú?
- Sí, sí, eso es –le contesto riéndose y dirigiendo una mirada de complicidad a la madre de la niña.

Eugenio se presentó formalmente a su nueva amiga y siguió explicándole poco a poco, suavemente algunos dibujos más. También Mario y Rosalía estaban atentos a la historia. Ella con expresión un tanto airada, Mario con el regocijo que le producía simplemente escuchar, mientras el tren se deslizaba entre los silencios abandonados de los montes. Al pasar por una estación sin parada, el corazón de Mario empezó a latir con fuerza, como si se alegrara. Y fue entonces cuando la vio, allí estaba en medio del andén, quieta. Era ella. Era la misma que había visto en la fotografía que, a su insistencia, le habían mostrado los familiares de la chica de su corazón. El sobresalto se hizo patente de tal forma, que Rosalía se percató de que algo le sucedía.

- ¿Se encuentra bien? – le preguntó.
- Sí, sí, no es nada. Pero… ¿ha visto a esa mujer?
- ¿A quién?
- A la del andén.
- No, lo siento, no me he fijado.
- Bueno, es que…me ha parecido insólito, ella allí en medio quieta, como si aguardara no se sabe qué.

Mario se acarició el corazón, como si quisiera consolarlo. Fue entonces cuando Eugenio se dirigió a él.

- Un lugar extraño ¿no? La estación abandonada a su suerte. A mí este abandono me produce melancolía.
- La verdad es que casi no había reparado en la estación. Ha sido la chica, allí tan quieta, como si aguardara no se sabe qué y además… me recuerda a alguien.
- Sí, yo a veces veo a alguna persona que me evoca mi pasado y sin embargo no puedo recordar quién es.
- Yo sí sé…
- ¡Ah entonces quizás era ella!
- No, imposible.
- Sin embargo, a mí, cuando me ocurre algo así, intento pensar si esa persona ha pasado por mis manos, o si quizás viene hacia mí para decirme algo. No puedo remediar imaginar que, a lo mejor, cuando le dibujé su deseo, le hice daño. Entiéndame, no sólo daño físico, me refiero a que quizás le dejé en su cuerpo una vivencia que después hubiera querido olvidar.
- ¡Qué angustia! ¿no?
- Más que angustia, desazón.
- No lo hubiera imaginado nunca, pero escuchándole se me ha antojado un oficio muy poético. Disculpe mi curiosidad, pero ¿cómo puede uno vivir mostrando sus recuerdos? Es como si estuviera siempre desprotegido frente a los otros.
- Bueno en realidad, lo que piensen los otros no me preocupa, pero si me inquieta el hecho de que algún día pueda olvidar lo que he sido.
- Sí, pero si eso ocurre posiblemente tampoco sepa interpretar lo que significan los tatuajes.
- Bueno, pero al menos podré inventarme otra historia y siempre tendré un pasado, real o imaginado, pero un pasado.

Rosalía se lamentó de su falta de sensibilidad al haber juzgado al tatuado tan superficialmente y de forma amable quiso intervenir en la conversación:

- Pues yo hay episodios de mi vida que quisiera olvidar y sin embargo, muy a mi pesar no puedo.
- Inténtelo –le dijo el hombre- pero para ello, deberá borrarlos no de su mente, sino de su alma.
- Claro, pero es mi alma la que está tatuada.


Rosalía se estremeció reviviendo los últimos días en el hospital, siempre había sido una buena enfermera, pero el exceso de trabajo pudo con ella. Cometió un error fatal y una persona perdió la vida por su causa.

- Es extraña la vida –dijo Mario- unos que quieren olvidar y otros que temen hacerlo.
- Sí y más raro aún es que nos encontremos en el mismo viaje –dijo el tatuado- sonriéndose.
- Discúlpenme, pero voy a dormir un poco –se excusó Mario.

Los tres se sumieron en sus pensamientos, la conversación parecía haberles dado motivo para ello.

Llegaban ya a la estación de Calatayud, la niña y su madre se despidieron de los viajeros. Entonces Rosalía se trasladó al lado del tatuado iniciando nuevamente la conversación:

- Sabe usted, yo soy enfermera, -le dijo bajando la voz –y aunque he tenido muchas satisfacciones con mi trabajo, también guardo disgustos graves.
- Un trabajo duro ¿no?
- Mientras no te equivoques…
- ¿Eso es lo que la atormenta? ¿Las equivocaciones?
- Sí, eso es precisamente lo que no consigo olvidar.
- Si existieran píldoras para el olvido, nuestra vida sería más fácil, pero no es así, entonces quizás si explicamos lo que nos atormenta…
- Claro, a un desconocido como usted ¿no? Mire como duerme –le dijo refiriéndose a Mario- parece que a él no le atormenta el pasado.
- No, sin embargo, se inquieta por una mujer en una estación. Todos cargamos con algo, del pasado, del futuro… ¿es la vida? ¿no?

- ¿Qué ocurre? ¿Se ha cansado de mi compañía? – interrumpió Mario-
- No, no quería molestarle –contestó Rosalía-
- Es broma, mujer. Esta siesta me ha sentado de perlas. Miren, aquí donde me ven, yo llevo un corazón que no es el mío y la verdad es que todavía no nos hemos acostumbrado el uno al otro.
- Necesitará tiempo…-respondió Eugenio.
- Sí, pero tengo que darme prisa. De momento voy a enseñarle aquello que me conmueve a ver si reacciona.
- Buena idea.
- No sé si será suficiente. Eugenio, ¿quizás usted pueda ayudarme?
- Cómo
- Mientras dormía, los oía a ustedes a lo lejos y he tenido una idea.
- ¿Le parece, Eugenio, que soy demasiado viejo para hacerme un tatuaje?
- Cualquier edad es buena…
- Pero –interrumpió Rosalía- no acaba de decir que le han trasplantado el corazón.
- Y eso que tiene que ver –respondió un tanto airado, Mario.
- No sé, quizás no sea lo más apropiado para una persona delicada.
- ¿Delicada? Le agradezco su interés señora, pero se me antoja una buena idea.
- Vamos a ver –intervino Eugenio- qué tipo de tatuaje le gustaría y dónde.
- En el pecho, no sé alguna marca, aunque sea pequeña, como un recordatorio de que mi joven corazón sigue latiendo.
- Hagamos una prueba –dijo Eugenio- Yo le dibujo sin tatuarle un corazón cerca de dónde late el suyo y si le gusta…
- Tendrá que consultarlo con los médicos ¿no? –volvió a interrumpir Rosalía.
- ¡Los médicos!
- Mario, le doy mi tarjeta y me llama un día de estos. Viene a mi casa y yo con tranquilidad le dibujo el corazón o lo que usted prefiera.

Lo que sucedió al cabo de unos días no se lo hubiera imagina ninguno de los tres. Eugenio no le dibujó un corazón, se lo tatuó con suma delicadeza y a continuación, fue Rosalía la que quiso que también a ella le tatuara una lágrima, esta sí, en el corazón.

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